Por Eco. José Linares Gallo
La existencia del gobierno regional o intermedio en el Perú ha sido intermitente. De hecho frente a la enorme crisis de corrupción que asola a los Gobiernos Regionales (incluidas nada menos que sus más altas autoridades) muchos, con mirada retrospectiva, nos preguntamos si acaso no se trata de “la crónica de una muerte anunciada”. Para empezar no sería la primera vez que un proceso de regionalización de este tipo quede frustrado porque no fueron tomadas las previsiones del caso oportunamente.
La muerte más reciente del gobierno intermedio en el Perú fue la conducida por Alberto Fujimori en la década del noventa quien con afanes de simplificar su administración hizo todo lo que tuvo a su alcance para disminuir la maquinaria del Estado: privatizó las empresas públicas (lo que es paradójicamente una forma de descentralizar), redujo a su mínima expresión al parlamento y disolvió los gobiernos regionales.
Tras la vuelta a la democracia “la bandera” de restituir los gobiernos regionales fue tomada como algo consustancial al Estado de Derecho. Antes Fujimori —que no creía en la regionalización, tuvo que “hacer de tripas corazón” e incluirla en la Constitución de 1993 tras su golpe de Estado. Pero “se curó en salud” oponiéndose a que se incluyeran plazos perentorios “pateando” así el problema para más adelante.
Restaurada la democracia los peruanos teníamos una nueva y brillante oportunidad para examinar con mayor detenimiento y atención el proceso de descentralización de manera tal que no abortara como ya había sucedido antes, culpado de asambleísmo, ineficiencia, nepotismo, corrupción y burocratismo. Sin embargo, pudo más la prisa que la sensatez y el país fue regionalizado con una simpleza tal que por arte de birlibirloque los departamentos devinieron en regiones.
El proceso no tuvo los incentivos necesarios para lograr que las poblaciones departamentales decidieran convertirse en macro-regiones y con ello el propósito de que pudieran aprovechar las complementariedades productivas quedó frustrado. De similar forma quedó frustrado el propósito de conformar un número óptimo de gobiernos intermedios de manera que la coordinación con el gobierno central fuera viable.
Sobre el desorden y la corrupción que sin duda asola a muchos de los más de mil gobiernos locales que tiene el Perú, “se sembraron” estos macro-organismos públicos que por su enorme poder y manejo presupuestario causan mucho más daño que los primeros cuando están signados por la corrupción y la ineficiencia.
Cambiarles de nombre a sus titulares para que ya no se los llame “presidentes” sino “gobernadores” tal vez sea una buena forma de “bajar la pechuga” de los políticos locales, pero también es la mejor evidencia que las ideas escasean en nuestra clase política o, alternativamente, que estamos cansados y hastiados históricamente de intentarlo.
Frente a esta nueva desazón nacional nada mejor que repensar sin cortapisas el modelo de regionalización que no solo queremos sino que podemos instaurar bajo nuestras actuales condiciones económicas, sociales y culturales. Debemos por lo tanto poner mucha atención a los modelos idealizados que no tienen contraste histórico alguno y tener en cuenta que tal vez por ahora no tengamos mucha “mecha” para volver a descubrir la pólvora.
Sería sensato por lo tanto que mientras ensayamos alguno que otro parche legislativo a las Regiones (como por ejemplo la necesidad de un contrapeso al gobernador), poner en marcha una reingeniería del proceso de descentralización (sobre la base de debates técnicos regionales y nacionales) que nos permita en un período de cinco años elevar a rango constitucional un modelo más viable, ordenado y eficiente.